Luces y sombras de los veinte años del Protocolo de Kioto

El 11 de diciembre de 1997 se adoptó, en la ciudad japonesa de Kioto, el primer Acuerdo internacional que buscaba de manera efectiva la reducción de gases de efecto invernadero: el Protocolo de Kioto. Se cumplen, por tanto, veinte años de la adopción de tan importante acuerdo, y es necesario repasar sus luces y sus sombras en un momento en que los impactos del cambio climático se hacen cada vez más visibles.

Aunque se firmó en 1997, Kioto no entraría en vigor hasta 2005, por la resistencia de algunos de los países obligados a reducir sus emisiones. En concreto, hasta que Rusia no lo ratificó, el Protocolo no pudo entrar en vigor. Fue notable el daño al acuerdo que supuso la bajada del proceso de Estados Unidos, quien, bajo la administración Bush, decidió rechazar la ratificación del mismo. El esfuerzo para que ese acuerdo global saliera adelante fue fundamentalmente de la Unión Europea, que lideró en solitario unas negociaciones complejas y llenas de obstáculos impuestos, principalmente, por otros países «desarrollados» como los Estados Unidos y Rusia. Sin Europa no hubiera habido Protocolo de Kioto, aunque bien es cierto que ese liderazgo global europeo ha ido perdiendo fuelle, y se perdió de forma definitiva en 2009, en la Cumbre de Copenhague.

El Protocolo de Kioto es un acuerdo muy complejo; afecta a seis gases de efecto invernadero: dióxido de carbono (CO2), metano (CH4), óxido nitroso (NO2), y tres gases fluorados. El acuerdo se marcó como objetivo una reducción del 5% de las emisiones de gases de efecto invernadero de los países industrializados con respecto a las emisiones de 1990, aquellos países incluidos en el Anexo I. Quizás su debilidad más importante sea haber dejado fuera de cualquier obligación de reducción a los países en desarrollo. Esa ausencia de obligación países como China o la India, ha hecho que, pese al esfuerzo realizado desde 2005, sin embargo las emisiones globales no hayan dejado de crecer.

A pesar de esta debilidad, Kioto tiene el enorme valor de haber demostrado con hechos y datos que la reducción de las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero es posible, y de haber mostrado al mundo la ruta de la descarbonización de la economía. Es por ello destacable su valor, ya que estableció también la arquitectura de lo que sería posteriormente el Acuerdo de París. De hecho, París es notablemente más débil que Kioto, aunque su principal diferencia es que incluye a los países en vías de desarrollo, que no estuvieron incluidos en el Protocolo de Kioto.

Una característica relevante de aquel acuerdo es que los compromisos fueron «vinculantes», es decir, obligaban a los países firmantes a cumplirlos. No todos los países debían reducir sus emisiones en la misma cantidad. El éxito de Kioto fue notable, ya que consiguió en su primera fase una reducción del 22,6%. Es en el establecimiento de objetivos y obligaciones concretas donde Kioto ha obtenido su mayor éxito, al haber conseguido de manera efectiva una notable reducción de emisiones en los países firmantes.

Otros aspectos del Protocolo de Kioto han sido más polémicos. En concreto, la introducción de mecanismos de mercado para el comercio de CO2 es su medida más discutida. Algunos países como España, que no cumplieron con los objetivos de reducción, pudieron paliar su incumplimiento comprando derechos de emisión a terceros países. Con el establecimiento del mercado de CO2 se facilitó un agujero de salida con el que algunos países justificaron su incumplimiento. De hecho se concedieron unos derechos de emisión tan altos que dejaron el precio de CO2 por los suelos, lo cual facilitó esa vía de escape barata a los incumplidores. Otra herramienta polémica de Kioto fueron los Mecanismos de Desarrollo Limpio. Se trata de subvenciones de los países industrializados a proyectos concretos en terceros países, cuya característica debía ser que ayudaran a la reducción de emisiones. Aunque la idea era buena, ya que buscaban incentivar la ayuda al desarrollo en términos de sostenibilidad, el resultado final no ha estado exento de polémica: diversas investigaciones mostraron que muchos de esos proyectos eran tapaderas para cuestiones no necesariamente positivas en materia climática o ecológica, como plantaciones de especies de crecimiento rápido o proyectos hidroeléctricos de gran impacto ambiental.

A día de hoy nos vemos en la obligación de acelerar las acciones contra el cambio climático. El Protocolo de Kioto nos muestra algunas de las fórmulas que han funcionado bien, y también algunos caminos que no deben volver a seguirse. Su mayor éxito, sin duda, la superación de los objetivos de reducción planteados, desde el 5% hasta el 22,6%, lo cual es más que notable. Ello se ha debido en gran parte a que esos objetivos han sido vinculantes, cosa que no ocurre con el Acuerdo de París. La lentitud con que se desarrolló Kioto no puede repetirse ahora. No tenemos tiempo. Es urgente comenzar el proceso global de reducción de emisiones. Esperemos que el camino recorrido con Kioto sirva para aprender las lecciones de lo que se hizo bien, y evitar los errores. La urgencia climática es acuciante y ya, ahora, es el momento de acelerar el proceso de descarbonización de la economía.

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