Las alarmas saltaron en el norte de Europa en los últimos días de abril de 1986, cuando se detectaron índices anormalmente altos de radiactividad. La Unión Soviética no había informado de que el 26 de abril el reactor número 4 de la central nuclear de Chernóbil, en Ucrania, había saltado por los aires. Solamente cuando era imposible mantenerlo en secreto, el gobierno de la URSS tuvo que reconocer que había sufrido un grave accidente nuclear. El más grave que se había registrado hasta entonces, aunque no el primero. La memoria de Chernóbil se mantiene viva 32 años después, porque simboliza la cara más negra de la energía nuclear, la del accidente más grave posible.
El accidente de Chernóbil tuvo efectos devastadores. La nube radiactiva se extendió por toda Europa. En un primer momento tuvieron que ser evacuadas más de 120.000 personas de la zona afectada, pero todavía hoy la zona de exclusión de 30 kilómetros continúa deshabitada. En el momento de la explosión se produjeron 31 víctimas mortales, pero la cifra final es mucho mayor, ya que en la limpieza participaron entre 600.000 y 800.000 “liquidadores”, muchos de los cuales murieron sin ningún reconocimiento como victimas. La cuestión de las víctimas ha sido objeto de un blanqueo para el lavado de imagen de este terrible accidente.
La historia que más me impresionó siempre de Chernóbil es la de los liquidadores. En las primeras semanas la URSS movilizó a decenas de miles de personas cuya función era entrar en la zona del accidente durante unos pocos minutos para echar arena en el reactor. Los primeros días lo hacían desde helicópteros, pero luego subían corriendo al techo del reactor, echaban la arena dentro y volvían corriendo. Se calcula que entre 600.000 y 800.000 personas hicieron ese trabajo. Es imposible cuantificar cuántas de ellas murieron por exposición a la radiactividad, pero sin duda fueron decenas de miles. Por eso no es admisible esos intentos de minimizar el número de víctimas. Debido a ese blanqueo de imagen, los liquidadores nunca han tenido ningún reconocimiento ya que de haberlo tenido habría que haberlos cuantificado como víctimas. Fueron héroes anónimos y silenciados para siempre.
Coincide este 32 aniversario con el anuncio del Gobierno español de alargar la vida de las nucleares hasta los 60 años. Se trata de una propuesta que olvida interesadamente que el riesgo de incidentes en las centrales nucleares aumenta progresivamente a partir del momento en que cumple el tiempo para el que fue diseñada. Las centrales nucleares son viejas, y cada vez tienen mayor número de incidentes. En la última comparecencia del Presidente del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) en el Congreso, quedó en evidencia el alto número de incidentes que sufren las centrales nucleares españolas. El récord se lo llevaba Cofrentes, con 10 incidentes en 2017, pero ninguna central nuclear se ha visto exenta de incidentes en los últimos años.
En contra de lo que defienden sus defensores, la energía nuclear no es limpia. Las nucleares producen residuos radiactivos con una larga vida y cuya gestión, hasta ahora fundamentalmente almacenamiento, sigue siendo un problema sin resolver. Además, Chernóbil está ahí para recordarnos las consecuencias de un accidente nuclear. La energía nuclear no es una apuesta peligrosa, y el alargamiento de la vida útil de las centrales supone someter a las personas y al medio ambiente a un riesgo desde mi punto de vista inaceptable.
España cuenta con abundante energía renovable. Tenemos mucho sol y mucho viento, así que no tiene sentido que estemos sometidos al riesgo nuclear, ni a la quema de combustibles fósiles. Chernóbil nos recuerda que el camino nuclear es un callejón sin salida.
(Artículo publicado en Ecologismo de Emergencia)
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