La ruptura de una balsa de residuos de una planta de producción de aluminio en Hungría está llevando el desastre y la destrucción por las zonas a las que llega la mortal lengua roja. El vertido de cientos de toneladas de lodos contaminados ha llegado ya al Danubio, donde se empiezan a percibir los síntomas de la marea tóxica. Por el camino han quedado ya al menos cuatro personas muertas, y un resto de desolación de largo alcance.
Recuerdo muy bien el vertido de la mina de Boliden en Aznalcollar. Al igual que en este caso, una masa de lodo contaminado por todo tipo de metales pesados fue extendiéndose hasta llegar al Parque Nacional de Doñana. Allí estuvimos trabajando durante semanas, con base en el barco MV Greenpeace que fondeó en la misma desembocadura del Guadalquivir. Como testimonio del daño, retiramos toneladas de peces muertos en aquellos días aciagos. Después tuvieron que pasar años de esfuerzo en la recogida de los lodos para que la zona fuera poco a poco recuperándose.
La empresa minera Boliden, sin embargo, nunca tuvo que hacer frente a sus responsabilidades. Despés del vertido terminó cerrando la mina, y dejando detrás el restro de desolación y desamparo que todavía hoy se percibe en el lugar. Eso sí, nunca pagó un euro.
La extracción de mineral es una de las actividades de mayor impacto ecológico. Debido a la cada vez más extendida práctica del cielo abierto, el territorio queda destruido tras el paso de una minera. El tratamiento del mineral exige, además, la utilización de altas cantidades de ácido que se acumulan en balsas. Los lodos tóxicos quedan ahí, y el deterioro de las presas acaba en muchas ocasiones propiciando su vertido. Aunque la presa no colapse, las balsas mineras son fuente de constantes vertidos de pequeña cantidad, pero altamente tóxicos. Por eso aguas abajo siempre hay problemas de contaminación.
Pero lo peor es que, ni en Hungría ni en España, es realidad aquella máxima de «quien contamina, paga». Me temo que aquí se contamina mucho, y se paga demasiado poco por ello.
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