Desde que comenzó la crisis, la desigualdad no ha dejado de crecer. Hace una semana, el Fondo Monetario Internacional presentó un informe en el que advertía de que el aumento de la brecha social en un país supone un lastre para el crecimiento económico: cuanto más concentrada está la riqueza en pocas manos, menor es el crecimiento.
Pero, más que hablar de crecimiento en términos macroeconómicos, deberíamos plantearnos qué hay detrás de las cifras, cuáles son las consecuencias de ese aumento de la brecha entre los que más tienen, y los que menos. Según el propio FMI, cuanta más disparidad de ingresos, menor es la movilidad social entre generaciones y menores los incentivos para la formación.
La marginación, el paro, la precariedad, la falta de oportunidades, tienen rostro. Y, muy frecuentemente, es rostro de mujer, de migrante, de joven. Nuestra tasa de paro juvenil lleva ya años superando el 50%. La “generación mejor preparada de la historia” ha visto disminuir las oportunidades de acceso al mercado de trabajo y degradarse los derechos laborales. Aquellos que consiguen un puesto de trabajo lo hacen cada vez en peores condiciones: la inestabilidad y la precariedad forman parte de la dura realidad a la que se enfrentan nuestros jóvenes, a los que parece negárseles la posibilidad de emanciparse, de ser económicamente independientes, de planificar su proyecto vital a medio y largo plazo… pues son prisioneros de la incertidumbre.
Les han llamado “generación perdida”, o, aún más despectivamente, “ninis”, sin pararse a profundizar en por qué en torno al 20% de los jóvenes no pueden ni estudiar, ni trabajar. Cuando lo cierto es que, en ausencia de programas y políticas públicas efectivas para corregir el problema, estamos corriendo el riesgo de cronificar esta situación de vulnerabilidad, especialmente entre los jóvenes que proceden de entornos más desfavorecidos.
Estos jóvenes, preparados pero a los que se les niegan las oportunidades de desarrollar un proyecto vital, son, sin embargo, políticamente activos a pesar de quienes quieren hacernos creer lo contrario. Sí, es cierto que los jóvenes están infrarrepresentados en las instituciones (desposeyéndoles de la capacidad de participar en la toma de decisiones que afectan directamente a sus vidas). Pero no es menos cierto que estamos ante una generación politizada, tocada por la crisis y marcada por el 15M, por otras formas de hacer política. Desde los partidos, pero también fuera de ellos.
La nueva forma de hacer política que ha emergido (como un oasis) de esta crisis entiende el feminismo o las políticas de igualdad como elemento transversal, articulador de los programas y las formas de hacer; tenemos que conseguir, también, que las políticas de juventud adquieran ese carácter transversal necesario para cambiar las cosas en profundidad.
La crisis ha partido por la mitad a una sociedad ya de por sí desigual. Pero también nos ha hecho tomar conciencia de aquello que nos han quitado. Esos jóvenes a los que se les han truncado sus posibilidades de desarrollo, que se ven forzados a elegir entre paro, precariedad o exilio, son imprescindibles para cambiarlo todo. Porque les han robado el presente y el futuro, pero también el miedo.
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